viernes, 7 de noviembre de 2008

Nos levantamos por la mañana pensando que ese va a ser el día en el que cambien las cosas. El día en el que vamos a dejar que ocurra todo cuanto sea necesario a nuestro alrededor, que las cosas sucedan solas, al azar, esperando que en ese azar salte la chispa que haga aparecer el hecho que en realidad deseamos. Nos proveemos de nuestra mejor cara, de nuestra inmensa paciencia, de la más amplia de nuestras sonrisas, y partimos rumbo a las futuras veinticuatro horas pertinentes. Pero cuando llegamos a la primera, y chocamos con tan solo el que va a ser el comienzo de los problemas que nos guarda el día, empezamos a pensar que lo que falta para terminarlo será igual, que correremos con la misma suerte, y que por lo tanto esa cara, esa paciencia, y esa amplia sonrisa, que tan buenas intenciones guardaban tan solo sesenta minutos antes, era la mas absurda e inútil de las ideas que planteó nuestro pensamiento con tal de lograr ser un poquito mas feliz.

Pasa esa hora y comprobamos por nosotros mismos que nuestras malas experiencias no se borrarían con un falso intento de conseguir algo que nunca nos pertenecerá, nos damos cuenta de lo imbéciles que podemos llegar a ser, y de lo culpables que somos capaces de sentirnos, por el mero hecho de desear mas allá de nuestro restringido alcance. Esas horas, esos minutos, ese tiempo, no es más que la paradójica luz que alumbra y a la vez oscurece nuestras ilusiones, no es más que el indicador de otro sueño que se desvanece, uno más en la innumerable lista de fracasos personales.

Nos pasamos la vida pensando, esperando, deseando, buscando ser lo que en realidad no somos, y queriendo tener, lo que para nuestra desgracia, nunca lograremos alcanzar.

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